La Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, un tratado vivo al servicio del cambio social

Es convicción firme de movimiento social de las personas con discapacidad en España que el único abordaje posible de esa porción de la realidad personal y comunitaria, de ese hecho y de esa construcción, pues tiene parte de ambas dimensiones, que hemos dado en llamar “discapacidad”, es el de los derechos humanos; indagar y actuar para determinar y mensurar cuán grande es el déficit de ciudadanía que aqueja a las personas con discapacidad (y por extensión, a sus familias) y plantear, delinear y verificar, con la mayor urgencia, las medidas de reparación que instalen a este grupo de población en la normalidad cívica y democrática, de la que ahora a todas luces carece. Como a los esencialistas españoles de finales del siglo XIX, a los que les dolía su país, hoy, al activismo social de la discapacidad, nos duelen los derechos humanos en España, llegando ese malestar intenso, en el caso de las personas con discapacidad, a dolor agudo y crónico. ¿Cómo tratar esa dolencia, como sanarla o al menos aliviarla, hasta el restablecimiento más completo, empleando la sola terapéutica indicada, la de los derechos humanos, cuyo ejercicio declarado y sobre todo práctico está hoy todavía negado o grandemente imposibilitado a las personas con discapacidad? En lo que va de siglo XXI, el tratamiento que hemos determinado como más propicio es el que viene representado por la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, de 13 de diciembre de 2006, de la Organización de Naciones Unidas, que tras ser firmada y ratificada válidamente por el Reino de España, es hoy derecho propio -en verdad, desde el 3 de mayo de 2008, fecha que entró en vigor-, un cuerpo normativo superior tramado de principios, valores y mandatos que protegen y amparan a las personas con discapacidad, aquí y ahora.

Fotografía de Luis Cayo Pérez Bueno, Presidente del CERMI estatalPero mentar la Convención -¡ay, tantas veces se hace en vano, a humo de pajas!- debiera suscitar una serie de preguntas guía. A mí se me ocurren, al menos tres, que son, a saber: 1ª: ¿Cuán viva está o es la Convención?; 2ª: ¿Qué agenda (política y legislativa) nos marca?, y 3ª: ¿Quién o quiénes han de encabezar esa agenda y cómo ponerla en práctica? Y tras agotar ese ejercicio interrogativo, es preciso y conveniente concluir con una suerte de coda, de apelación y emplazamiento esperanzados, que no es otra que el de señalar a las personas con discapacidad como las agentes de su propia inclusión social.

En lo que atañe a la primera cuestión, la relativa a la carga vital de la Convención, lo primero que se comprueba es que este tratado jurídico internacional de derechos humanos no es un hecho estático, concluso, definitivo. En gran medida, y de ahí parte de su virtualidad, es un “ser” vivo, está en construcción y, por tanto, somos todos “operarios” del mismo. La carga transformadora de la Convención nos proporciona tarea (activismo social transformador) para los próximos veinte o veinticinco años, tal es la desmesura de la labor que tenemos por delante. Y no ha de extrañar, pues las condiciones de exclusión de las personas con discapacidad son estructurales y sistémicas, y requieren un tiempo prolongado para ser revertidas. No es una llamada a la resignación, es la ingrata comprobación que en un ámbito más local nos ha proporcionado por ejemplo la duración de la primera legislación general sobre discapacidad en España, la Ley 13/1982, de 7 de abril, que tras tres décadas de vigencia ininterrumpida (1982-2013) está muy lejos de haber resuelto la cuestión de los derechos, el bienestar y la inclusión de las personas con discapacidad. Imperiosa es la urgencia, pero no menos lentos los tiempos.

La Convención citada ha de ser el marco orientador y rector de las políticas y legislaciones de discapacidad de las próximas dos o tres décadas, por lo que su vocación es de largo aliento, que ha de ser sostenida y avivada pese a las tentaciones tan humanas de ceder a las flaquezas y  desesperanzas de ver permanentemente postergado lo que de suyo debía ser realidad presente y palpitante.

Respecto de la segunda pregunta que se formulaba, se impone precisar qué contenidos provee la Convención a la agenda dúplice, pública y política, de la discapacidad. Estos, a no dudar, han de ser múltiples y variados; de diversa intensidad y alcance; de largo recorrido y de proximidad o cercanías. El tratado internacional nutre la agenda mediata y la inmediata, resulta el “gran almacén” para escoger y marcar la agenda a corto, a medio y a largo plazo. Sobre la base anchurosa de la Convención, se ha de confeccionar la agenda política de la discapacidad. Para tal propósito, hemos -y así se ha hecho en los pasados años, coincidiendo con la primera década de vivencia del texto internacional (2008-2018)- de contrastar el grado de correspondencia entre lo que supone la Convención y las políticas y legislaciones y prácticas nacionales (españolas). Se trata de identificar las fricciones y colisiones, que las hay, y señalar las carencias y déficits, denunciándolos. Y lo anterior, debe ser acompañado con una labor de propuesta creativa de medidas políticas y legislativas orientadas a la convergencia o conciliación. Todo ello, ni que decir tiene, incidiendo y presionando para que ese proceso de ajuste se materialice nunca a buen ritmo, pero sí al menos a uno aceptable para la decencia democrática.

Llego ya la tercera pregunta, que formulada sería la de ¿quién o quiénes han de pilotar esa agenda y cómo ponerla en práctica? ¿Han de ser los gobiernos, los partidos políticos, las autoridades y las administraciones, la sociedad civil, los movimientos sociales?

Deberían, sí, parece que es lo consecuente en una sociedad democrática avanzada, pero la práctica enseña que no lo van a ser; el protagonismo político, histórico, interesado si se quiere -¿quién más deseoso de salir de la postración que aquel que la sufre en carne propia?-, corresponde a las propias personas con discapacidad y sus familias, activas, comprometidas y organizadas

Sí, el agente llamado a encabezar esta proceso es el movimiento social de la discapacidad, tornado actor político consciente. La emancipación -también la de las personas con discapacidad- es noble, es elevada, es lírica si viene por conquista del propio sujeto reducido y no por concesión graciosa de los poderes y dominancias. Un movimiento asociativo que debe, sí, reinventarse, si se quiere desde base cero, y que a la vez ha de incidir para generar cambio político y social, y crear condiciones propicias para que cada persona con discapacidad (y su familia) sea el agente de su propia inclusión. Su función es la de empoderar a las personas para que sean conscientes de su dignidad intangible; de su valor intrínseco; de la riqueza de diversidad que aportan; de sus derechos inderogables. También del trabajo de autodefensa ineludible ante un entorno hostil y hostigante y de su responsabilidad con medio social del que no cabe esperar nada pasivamente, sino que ha de ser dinamizado, activado por quienes más precisan y anhelan ese cambio, las personas con discapacidad.

La máxima aspiración de la agenda política de la discapacidad es que la discapacidad desaparezca de la agenda política, porque deje de ser un problema y sea solo un rasgo, una nota, un detalle, que no condicione ni restrinja, sino como mucho un elemento de valor para una vida personal y social creativa.

La Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de 2006, es, considerada así, un tratado vivo al servicio del cambio social. Como se vio y concluyó en Albacete, en el mes de julio de 2018, en el curso de verano de la Universidad de Castilla-La Mancha dedicado a esta materia, la agenda política y legislativa pendiente en lo atañedero a discapacidad es mayúscula y se necesitará un vigor hercúleo para llevarla a término, si es que alguna vez se termina. Los materiales que integran esta obra colectiva, diligente e inteligentemente promovida y coordinada por la profesora Juana Morcillo, hacen real aquel principio de la química de que la materia ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Lo dicho y tratado en Albacete, lo planteado y concluido, lo debatido y compartido esos días en la ciudad manchega son materia enriquecida que merced a esta publicación de Tirant lo Blanch se suman como una herramienta más, particularmente útil y favorecedora, a la tarea de transformación social que esperan y que están ávidas de capitanear las personas con discapacidad. Es su momento.

 

Luis Cayo Pérez Bueno

Presidente del Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (CERMI)

Presidente de la Fundación Derecho y Discapacidad

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